Los trenes del azúcar
Mayelen Fouler
Amor y pasión bajo la sombra de un secreto del pasado
Plantación El Guaurabo. Cuba, 1895.
Willhelm Baßler, hacendado de origen alemán, es dueño de la plantación de caña de azúcar, El Guaurabo, con más de 2.500 esclavos. Diez años después de la muerte de su padre, Willhelm conoce el secreto de su pasado y decide llevar a cabo la última voluntad de su progenitor.
La joven Lisel Sagnier disfruta de una acomodada vida en Londres. Apenas recuerda nada de su pasado en Barcelona, donde reside su familia, ya que su educación y costumbres la han convertido en una exquisita y exigente dama inglesa. Sin embargo, un telegrama cambiará su vida. Su padre, ocultándole que está prácticamente arruinado, le pide que vuelva a Barcelona.
Las circunstancias harán que Lisel deba cambiar sus elegantes vestidos, sus idílicas estancias en la campiña inglesa y sus aspiraciones de formar parte de la más alta aristocracia del imperio británico por el áspero paisaje de un campo de caña de azúcar y la ruda compañía de Willhelm, un hombre acostumbrado a ganarse la vida a base de esfuerzo.
Una historia en la que el amor, los celos y las ansias de libertad harán que una extensa galería de personajes entrecrucen sus vidas en un momento histórico para la isla, que lucha por lograr su independencia de la metrópoli. Una trama que nos mostrará la vida de la plantación y de los esclavos de la época.
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LOS TRENES DEL AZÚCAR
CAPÍTULO 1
Cuba, febrero de 1895
Plantación de azúcar El Guaurabo
Cerca de Ciudad Trinidad (provincia de Santa Clara)
El cielo entero se estaba desplomando sobre la plantación. La lluvia era tan fuerte e intensa que la tierra era incapaz de absorberla. Con cada trueno, los esclavos, que esperaban al otro lado de la verja del pequeño cementerio de los blancos, se encogían sobresaltados, abriendo aún más los ojos, pensando que aquello era un mal, mal presagio. ¡Mal presagio desenterrar el cuerpo de un muerto después de tantos años! El cielo lo anunciaba. Miraban con recelo aquel pedazo de tierra que tenían que excavar. El día se había hecho noche de repente.
La casa principal de la hacienda era de planta cuadrada. Una amplia galería de arcos, que descansaban sobre numerosos pilares, adornaba sus cuatro costados, flanqueando el patio central al que daban todas las estancias. Una imponente escalera de piedra daba acceso a la planta superior, reservada a las recámaras privadas de la familia. Willhelm Baßler se sentó en la cama para acabar de calzarse las altas botas, después se levantó y se caló el sombrero hasta las cejas, con esa forma tan peculiar con la que él solía hacerlo, por último, se cubrió con una capa que poco iba a protegerle del intenso aguacero.
El gran ventanal de la habitación estaba abierto y el fuerte viento, proveniente del Atlántico, hacía que sus puertas danzaran una y otra vez sobre sus goznes, haciendo que las cortinas de algodón se mecieran a su antojo. Willhelm se acercó para cerrarlas, ajustó el ventanal y también las contrapuertas.
Desde la atalaya natural que ofrecía la vivienda, construida sobre la cima de la colina, podía contemplar el batey, la gran plaza que albergaba un bello jardín, plagado de altas palmeras, robles y plataneros que, en los días cálidos de la época seca, ofrecían la sombra necesaria para disfrutar de las fuentes.
Pasado el batey se distribuían el resto de edificaciones de la hacienda: los chamizos de los esclavos, la casa del administrador, la del maestro del azúcar, la del personal técnico, la enfermería, los potreros, los almacenes, la gran torre-campanario, la factoría y, a lo lejos, el cementerio de los esclavos y el embarcadero… Todo rodeado por un alto muro de piedra que confería a la plantación el aspecto de una gran fortaleza, aunque todo aquello que veía no fuera más que una parte de su vasto imperio económico.
Willhelm miró con preocupación hacia el río, de momento el Guaurabo se mantenía en su cauce. El sistema de represas que había instalado recientemente parecía ser efectivo. Salió de su recámara y atravesó, con paso decidido, el largo pasillo que rodeaba la galería del segundo piso, abajo le esperaba su administrador, a quien todos llamaban el Catalán. El sonido de sus botas sobre el piso de losa anunciaba su llegada.
Josep, el administrador, lo recibió resguardado del temporal en el corredor de la planta baja. Willhelm era un hombre alto, acostumbrado al ejercicio físico, fuerte, de aspecto duro, igual que sus modales, bruscos, cortantes. El ala de su sombrero apenas le tapaba aquella cicatriz que le atravesaba la ceja derecha y que continuaba en su sien. Por su actitud, estaba claro que no habría nada que lo disuadiera, ni siquiera aquella gran tormenta. Los dos hombres se saludaron con un leve gesto de cabeza y cruzaron el arco de la puerta, el que separaba el recinto de la gran casa del resto de la plantación.
Se dirigieron a pie hasta el pequeño cementerio familiar, los esclavos, instintivamente, se apartaron a ambos lados para abrirles paso. Todas las miradas se clavaron en el suelo, intentando evitar que el amo les asignara la tarea de arrancar la caja de un muerto a la madre tierra. Willhelm los miró furioso, no tanto por aquella muestra de cobardía sino por la rabia que sentía en su interior.
Allí reposaba el cadáver de su padre, estaba enfadado con él. No le perdonaba que jamás le hubiera contado la verdad sobre su pasado. Pero eso ya no importaba, se dijo. Bajo el peso de su cuerpo las botas se hundían en la tierra empapada, atravesó el pasillo de esclavos seguido de su administrador, ya junto a la tumba, marcada con una sencilla cruz de madera en el suelo, se agachó para recoger las palas. Se giró y repartió dos entre los hombres más cercanos, casi tuvo que empujarlos para que entraran en el pequeño camposanto, temblaban como hojas y no se decidieron a cavar hasta que el propio Willhelm empezó a hacerlo.
A cada palada se escuchaba el rumor callado de las negras voces que invocaban protección. Lo hacían a sus dioses, a sus orishas, y lo hacían con su otro yo, aquel que aún conservaba el nombre Ndowé, el que no podía ser mancillado ni humillado, el que era libre. ¡Invocaban a Oyá, la diosa del cementerio, la dueña de los vientos!
Josep, el administrador, también cavaba. La tierra húmeda cedía fácilmente al empuje de la pala. El sonido de un golpe seco frenó a los hombres, era el sonido de una pala contra una caja de madera.
—¡Llevadla a las caballerizas! —ordenó Willhelm—. Vamos a terminar esto. —Hizo un gesto a Josep para que lo siguiera.
Los esclavos se dirigieron a las caballerizas casi corriendo, hundiendo sus pies descalzos en la tierra, deseando librarse de su funesto peso, de aquel ataúd que contenía el cuerpo del anterior amo, un hombre al que temieron y odiaron por igual. Después Willhelm les mandó retirarse, quedándose a solas con el administrador. Otro ataúd, de más grandes dimensiones, reposaba vacío al lado del recién llegado. Willhelm lo abrió, aquel féretro, hecho de plomo y revestido de roble, permitiría que el cuerpo de su padre hiciera la larga travesía que le esperaba sin que emanara olores.
Al otro extremo del batey, la santera, que observaba la escena desde su cobertizo, meneó la cabeza. Era hora de encender una vela por los muertos presentes y otra más por los venideros, pero antes cerró los ojos en señal de respeto a los espíritus que presentía a su alrededor.
Antes de entrar en el salón, Willhelm y el administrador se deshicieron de las capas empapadas y sacudieron con fuerza sus sombreros en un intento vano de zafarse del agua. Sus pasos impregnaron de barro el camino hasta el centro del salón, en el que les esperaba el Viejo, como llamaba Willhelm a su großvater, su abuelo.
El Viejo preparaba unas generosas copas de ron que les harían entrar en calor enseguida. Josep se fijó en el gran parecido del abuelo con Willhelm, aunque este último era aún más alto. Era su estampa de joven, un cuerpo fuerte y musculado, rizado pelo negro y ojos azules.
—¿Dónde lo habéis dejado? —preguntó el abuelo, que se movía lentamente.
—En las caballerizas —respondió Willhelm, haciendo una pausa para saborear el gusto del ron.
—Veo que estás completamente decidido a emprender tu viaje —medió Josep.
Willhelm tomó asiento y los dos hombres le imitaron.
—Sí —respondió él—, ahora que mi abuelo ya está repuesto, es el momento. Quiero cumplir con el último deseo de mi padre, aunque sea después de tantos años. —Su voz estaba cargada de reproche. Él no estuvo presente cuando su padre murió, hacía ya casi diez años, pero el Viejo sí, y fue a él a quien le confió su última voluntad. A él le pidió que le contara la verdad sobre su vida a su hijo, pero el abuelo prefirió callar. Y si no hubiera sido porque hacía unos meses, el Viejo se había visto a las puertas de la muerte, estaba seguro de que tampoco se la habría revelado. Willhelm tomó otro trago.
—Ya no puedo retrasar más mi viaje a Barcelona —añadió Willhelm—, necesito comprobar que la casa está acabada según mis instrucciones, debo poner en marcha la planta transformadora de azúcar y recibir la entrega de las embarcaciones. ¡Los barcos de vapor son el futuro! —Willhelm miró su copa, extrañado de que ya estuviera vacía.
—Todo eso te llevará meses. —El Viejo intentó disimular su desagrado ante la posibilidad de no volver a ver a su nieto. Se sentía muy, muy cansado, aunque hacía un gran esfuerzo para que no se le notara.
—Lo sé, no es que pretenda instalarme allí, pero ya veis cómo está la situación aquí. Llevamos treinta años de guerra encubierta, desde que se produjo el Grito de Yara en 1868, la firma de la Paz de Zanjón resultó papel mojado —precisó—. Es necesario diversificar nuestros intereses en diferentes empresas y en varios países. Es importante no concentrarlo todo en Cuba, podríamos perderlo todo. —Willhelm se enderezó un poco sobre el sillón.
Los dos hombres asintieron al escucharle. El bautizado como Grito de Yara dio inicio a la Guerra de los Diez Años, desde 1868 a 1878, y terminó con la firma del general Martínez Campos. Una guerra que costó más de 100.000 vidas y que acabó con los caudillos militares cubanos en el exilio, en Jamaica y Costa Rica, donde permanecían aún.
—Barcelona —continuó Willhelm— es una ciudad que está en plena expansión económica, muchos de los que allí llaman indianos están volviendo a su país, buscando diversificar sus negocios. ¡Esa es la clave para sobrevivir en estos tiempos! Ya lo hicieron los Vidal Quadras, los Xifrè… Dejaron en marcha sus negocios en Santiago de Cuba, pero ellos se trasladaron hace tiempo a Barcelona, están más cerca de Londres. ¡No podemos aislarnos! —enfatizó Willhelm—. El futuro de Cuba cada vez es más incierto. —Willhelm estaba convencido de que en cualquier momento podría producirse un nuevo alzamiento, una nueva revuelta contra los españoles.
Josep asintió, sabía que tenía razón, además, la formación académica que Willhelm recibió en Estados Unidos le había dotado de una amplia visión para los negocios. Desde que tomó las riendas de la plantación las mejoras habían sido evidentes. Tenía muchas y buenas ideas para rentabilizar la explotación de la caña de azúcar, había implantado modernos sistemas para el transporte y la producción, como el ingenio semimecanizado o la reconversión de la plantación a central, acogiendo la producción de otros colonos, aunque también sabía que, para llevar a cabo algunas de sus ideas, debería enfrentarse a su abuelo, como la de su voluntad de conceder la libertad a los esclavos.
—¿Te llevarás a alguien? ¿Servicio para la casa quizá? —preguntó Josep, aunque su curiosidad iba por otro lado.
El abuelo esperó expectante la respuesta de su nieto.
—Viajaré con la tripulación del barco, y quizá algunas muchachas para que atiendan la casa. ¡Pero no, no me llevaré a Mbeng! —aclaró rotundo. Los dos hombres le miraron.
—Ella espera que la lleves —dijo Josep.
—Me lo ha pedido, pero ya le he dicho que no —contestó Willhelm, que pareció no escuchar la queja de su abuelo—. No es más que una chiquilla caprichosa.
—Así es como tú la ves —intervino Josep—, pero es palmario que ella te mira como hombre. Y sí, es muy bella, pero es una muchacha muy altiva y ambiciosa. —Y muy soberbia, dijo para sí.
Al Viejo no le había pasado inadvertido el interés de Mbeng por su nieto, pero tenía claro que, aunque no fuera una esclava, ya que el padre de la muchacha “compró la barriga” pagando la libertad de su hija, jamás permitiría que la sangre de los Baßler se mezclara con sangre negra. ¡Por muy blanca que fuera su piel! ¡Mbeng no era más que una mulata! ¡La hija de una esclava!
—Mi nieto tendrá oportunidad de conocer a muchas señoritas en su viaje a España. Damas de buenas familias, ¡blancas! —subrayó— que podrán darme un bisnieto blanco —remarcó de nuevo—. ¡Un digno heredero para El Guaurabo!
El Viejo intentó arrellanarse de nuevo en el sillón, a pesar de que le costaba acostumbrarse a todos los cambios que estaba introduciendo Willhelm, se enorgullecía de su nieto. Recordó su juventud, cuando luchó por sustituir el viejo trapiche, aquel antiguo molino movido por la fuerza animal, por el ingenio que funcionaba por la fuerza del agua. Y ahora era el turno de su nieto. ¡Por eso aguantaba!, aunque sabía que día a día aquel mal se lo comía por dentro. Sentía cómo le mordía con rabia, haciendo que se doblara por el dolor, arrancándole incluso alguna lágrima. ¡Pero aguantaría hasta la vuelta de su nieto! ¡Aguantaría!
Willhelm reparó por primera vez en el emblema de la plantación, una rosa negra, ahora comprendía… Ahora entendía tantas cosas... Su mano se fue instintivamente a su llavero, a aquella W de plata cuya tira de cuero ataba una pequeña llave, la que guardaba los secretos de su padre, o, mejor dicho, de su anterior vida. La sangre le hervía por dentro cada vez que pensaba en la confesión moribunda de su padre. Sí, cumpliría con su voluntad y ¿con algo más?, se preguntó.
Miró a su administrador, Josep, un hombre culto, trabajador, sin vida propia. Pasaba los cincuenta años de edad, pero conservaba toda su energía. En todos esos años había ganado algún kilo y perdido algo de pelo, pero era leal. Más de treinta años de lealtad a su familia. Podía irse tranquilo, dejaba al Viejo en buenas manos. Josep pareció adivinar sus pensamientos. Cuando el abuelo se retiró, lo tranquilizó.
—No te preocupes, estaré pendiente de él. Aunque lo veo muy recuperado —apostilló el administrador.
—¿Tú lo sabías? —le preguntó a bocajarro, cambiando de tema. A sus 32 años, para Willhelm fue una gran sorpresa conocer el pasado de su padre.
Josep respiró profundamente antes de contestarle.
—No me correspondía a mí decir nada —le dijo.
Willhelm asintió, tenía razón, era un secreto que pertenecía a su padre y solo a él le correspondía revelarlo.